LA IGLESIA COMO UNA GRAN FAMILIA
miércoles 26 agosto 2020

LA IGLESIA COMO UNA GRAN FAMILIA

Me parece maravilloso la expresión que usa Pablo en este pasaje: “familia de la fe”. Cuán importante será en los tiempos que vienen, en un mundo “pospandemia”, que podamos cumplir con esta función de familia que el Señor estableció para su iglesia.

Yo amo a la iglesia, sin embargo, esto no fue automático en mí, sino que tuve que atravesar un proceso. Recuerdo que cuando conocí al Señor, me habían invitado a la iglesia, justamente esa semana acababa de fallecer mi papá. Me encontraba con muchas preguntas, muy triste, pero finalmente me decidí y fui. El primer impacto fue visual. El edificio no se parecía a una iglesia de las que yo conocía, era el living de la casa de una familia. La gente cantaba y levantaba las manos. No comprendía lo que sucedía, pero fui impactada por la atmósfera del lugar. La presencia del Señor estaba ahí. ¡Ese día me encontré con mi amado Salvador! Nadie me invitó a hacer la oración de entrega, como el lugar estaba repleto de gente y yo había llegado tarde, terminé ubicada detrás de la heladera familiar y, allí, siendo aún una adolescente que lo único que sabía era que necesitaba la ayuda de Dios, hice una oración y me entregué a Cristo. En ese momento entendí un principio espiritual importantísimo: la iglesia no es un edificio, sino un grupo de personas salvas por la sangre de Jesucristo y lo más natural es que donde está esa gente también el Señor y hay salvación y milagros. El lugar físico es secundario, lo importante ocurre en la unión de esas personas, porque como dijo el Señor, “donde están dos o tres congregados en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mateo 18:20)

A partir de aquel día, comencé a asistir todas las semanas. Había descubierto una nueva familia, la iglesia del Señor, mi familia de la fe, tanto o más cercana que mi familia natural. Pero al tiempo, al igual que con mi familia de sangre, descubrí que la iglesia no es perfecta, ya que está compuesta por personas, gente de carne y hueso, con limitaciones y defectos. Además, si llegara a existir la “iglesia perfecta”, el ingreso de cualquiera de nosotros la arruinaría, ¡porque romperíamos la perfección!

La iglesia, en definitiva, no es un lugar para gente sana, sino para personas enfermas; de hecho, podría describirla como un gran hospital. Todos estamos enfermos a causa del pecado y hasta que lleguemos a nuestra morada eterna, padeceremos esa plaga. Esta es la razón por la cual en la iglesia a veces sufrimos desilusiones, frustraciones, discusiones y enojos. Sin embargo, también es en este lugar donde aprendemos a perdonar, a ceder, a respetar, a abandonar el individualismo y a amar. Por otro lado, así como no podemos desprendernos de nuestra familia de sangre, tampoco podemos desligarnos de la familia de la fe: ¡somos hermanos comprados por la sangre de Jesús! No despreciemos aquello que a Jesús tanto le costó. Seamos férreos defensores de Su iglesia, respaldemos y cuidemos de ella velando por nuestros hermanos, orando por nuestros líderes y pastores, sirviendo en los diferentes ministerios y apoyándola económicamente.

Finalmente, debemos asumir nuestro compromiso frente a los nuevos hijos que están naciendo en la familia. Seamos responsables de su salud espiritual y de su integración al cuerpo. No escatimemos nuestros esfuerzos, cuidémoslos con la misma dedicación con que cuidamos a nuestros hijos ¡al fin de cuentas somos sus padres espirituales! Afirmémoslos en la fe, enseñémosles los valores de la familia y, fundamentalmente, seamos un buen modelo para ellos. Amar a nuestra preciosa familia de la fe es, sin dudas, una manera de demostrar nuestro amor por el Señor. 

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