UNIDOS ESTE 25 DE MAYO… ¿PARA QUÉ ORAMOS?
domingo 21 mayo 2017

UNIDOS ESTE 25 DE MAYO… ¿PARA QUÉ ORAMOS?

Era verdad, los así llamados “cultos de oración” eran los cultos de los días miércoles a la noche, a los que solo asistían el pastor y dos o tres viejitas de la congregación. No podemos negar que tal fracaso tenía sus antecedentes bíblicos. La primera reunión de oración en la historia de la iglesia, la que convocó Jesús con sus discípulos, terminó con todos dormidos y solo Jesús orando. Sin embargo, hoy vivimos en un tiempo en que la oración, o al menos la convocatoria a orar, es moneda corriente. Son varios los llamados anuales a 40 días de ayuno y oración. Casi no hay ministerio ni actividad que no los ponga en su agenda. Convocan a orar las alianzas nacionales de iglesias, las denominaciones, las congregaciones locales, los ministerios o las células o grupos pequeños. También se ha multiplicado la creatividad en las maneras de orar: vigilias de oración, caminatas de oración, maratones de oración, marchas de oración, oraciones en las montañas, en las calles, en las escuelas, en el Congreso. Al final de la Biblia, en el Apocalipsis, vemos que ninguna oración es dejada de tener en cuenta. Allí están los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos teniendo en sus manos “copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones del pueblo de Dios” (Apocalipsis 5:8). Por supuesto que reconocemos que hoy, al igual que ayer, la oración no es algo que nos fluye naturalmente. En medio de tanta creatividad en las convocatorias a la oración y en las maneras de orar, debemos volver vez tras vez a lo que es la esencia de la oración, su razón de ser y su necesidad.

¿Por qué orar? Nuestra oración no es un mero acto de contrición espiritual ni de meditación trascendental. La oración tiene un destinatario: Dios. En la Biblia encontramos diversos tipos de oración: solicitando a Dios su bendición, pidiendo por salud o sabiduría, intercediendo ante Dios por los enemigos humanos o espirituales, buscando guía y dirección, clamando por necesidades propias o ajenas. Hay oraciones rituales y otras espontáneas; las hay fervorosas y apacibles. En todas Dios es el que las recibe. A Él le hablamos, alabamos, rogamos, suplicamos y pedimos. Es, como nos enseñó Jesús, “el Padre nuestro que está en los cielos”. No indica esto un lugar geográfico distante, sino una manera de hacernos conscientes de que a pesar de su cercanía sigue siendo el “totalmente otro”, el hacedor de todas las cosas, el que está por encima de todo. También en la Biblia encontramos las otras oraciones, las que se dirigen a los ídolos, las que nunca tendrán respuesta porque estos ídolos tienen orejas pero no oyen, tienen boca pero no hablan. En el contraste entre Dios que escucha y habla y los ídolos sordos y mudos discernimos que lo importante no es meramente orar sino a quién se ora. No es este un tema menor en nuestro tiempo. Hoy vivimos inmersos en un mar de espiritualidad en el que la gente intenta saciar su sed espiritual creando ídolos, multiplicando santuarios o buscando en su desierto interior el agua para calmar su sed. Lo importante no es orar, sino a quién se ora.

Si esto es así ¿Por qué orar? ¿Qué sentido tiene hablar con alguien que ya sabe lo que le vamos a decir, que conoce de antemano nuestras necesidades y que sabe cuál será el final de lo que pedimos?

La oración nos pone en la justa perspectiva. Nos baja de nuestro sentido de omnipotencia y afirma nuestra total dependencia de Dios. Con la oración no le recordamos a Dios lo que debe hacer, sino que nos recordamos a nosotros mismos que sin Él nada podemos. Recordamos que, al fin y al cabo, toda gracia proviene de su trono. Le decimos “tuyo es el poder y la gloria”.

Cuando Jesús enseñó sobre la oración intentó poner esto con toda claridad: “su Padre sabe lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan” (Mateo 6:8). Por eso lo que vale es la actitud, para que no seamos “como los gentiles, porque ellos se imaginan que serán escuchados por sus muchas palabras” (Mateo 6:7). Es al menos inquietante observar cómo algunos hacen alarde del tiempo que oran, de la extensión de sus ayunos o de los lugares donde oran. Son como los que Jesús mencionó que “oran en las plazas para que la gente los vea” (Mateo 6:5).

Lo acabamos de decir: en la oración la actitud es lo que vale.

La oración es el gran acto de comunicación con Dios. Es bueno recordar que, en la oración, Dios no solo nos escucha sino que también quiere hablarnos. Uno de los temas ausentes cuando pensamos en la oración es el silencio. ¡Qué bueno sería acostumbrarnos a escuchar! En una ocasión me encontré con un pastor que acababa de llegar de Corea. Venía lleno de entusiasmo por lo que había visto: iglesias multitudinarias, ministerios florecientes y cristianos comprometidos con su fe. Le habían dicho, y con razón, que una de las razones era el compromiso que la iglesia coreana tenía hacia la oración. Intentó convencerme que lo que necesitábamos en Buenos Aires era crear, al igual que en Corea, montes de oración, y convocar a la gente a orar a las seis de la mañana, antes de la jornada laboral, como también lo hacen en Corea. Bien sabemos que en Buenos Aires no hay montañas y que los hábitos de vida nocturna de sus habitantes hacen que las seis de la mañana no sea la mejor hora para una convocatoria. Sin embargo mi hermano insistía con la idea y buscaba soluciones alternativas, como las de abrir un lugar de oración en uno de los edificios más altos de Buenos Aires y tratar de implantar la costumbre de orar temprano. No pude evitar preguntarle ¿A partir de cuántos metros de altura Dios escucha las oraciones? ¿A qué hora Dios está dispuesto a oírnos? La respuesta es obvia: no es el lugar ni la hora lo importante en la oración. Lo que importa es “orar sin cesar” (1era. Tesalonicenses 5:17).

En la oración tomamos conciencia de nuestra precariedad y absoluta dependencia de Dios.

No somos superhéroes de la fe, sino personas en las que nuestra fortaleza no está en nosotros sino en Dios, a quien oramos. Cuando en la oración modelo que Jesús nos enseñó nos dice que pidamos “no nos dejes caer en la tentación” (Mateo 6:13) es para que recordemos que ni siquiera tenemos las fuerzas para superar la tentación. De igual manera, cuando nos instruye a pedir por nuestro sustento habla del “pan de cada día”, no del pan para todos los días ni mucho menos para toda la vida. ¿Significa que vivimos desamparados en un mar de incertidumbres? No. Estamos en Sus manos y nunca nos abandonará. Pero cada día debemos reconocer que vivimos por su gracia. La oración nos saca de actitudes triunfalistas. También acrecienta en nuestro ser la certeza de lo que Dios es capaz de hacer. Nos movemos de las imposibilidades humanas a las posibilidades divinas.

Por esto, la oración no debe ser el último recurso que usamos cuando todo parece perdido, sino el primero que nos asegura que no hay nada imposible para Dios.

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