PADRE NUESTRO: EL LADO POSITIVO DE LA PANDEMIA
“Este es el momento para acordarse de lo que decía Einstein, que la crisis es la mejor oportunidad para que aflore la creatividad”… “¡Quedarse en casa es maravilloso! Puedes estar más con tus hijos y enseñarles a cocinar. Puedes jugar juegos de mesa en familia. Puedes recuperar el fuego de la pasión con tu pareja” (Obviamente los que afirman eso suelen ser celebridades que viven en mansiones de diez ambientes y tienen su futuro económico asegurado. Cuando te apiñas con tu cónyuge y cuatro hijos en un departamento de apenas treinta metros cuadrados, con vista a un patio lúgubre, y no sabes si mañana tendrán para comer, la cuarentena ya no resulta tan romántica).
Lejos esté de mí tener una actitud escéptica o catastrófica frente a lo que nos toca vivir; sé muy bien que este es un tiempo para ser impartidores de esperanza y cualquier palabra que lleve aliento a las personas es más que oportuna. Lo que planteo es que si nos ponemos a pensar en los aspectos positivos del coronavirus seguramente elaboremos una lista con decenas de beneficios, pero que quizás no contemple su mayor provecho.
¿Qué tiene realmente de positivo esta pandemia?
Quizás la respuesta esté en dos palabras muy simples: “Padre” y “Nuestro”. Dicen que esas son las palabras más importantes del “Padre Nuestro”, la famosa oración de Jesús, y presiento que el coronavirus está devolviéndoles su gigantesco valor.
Pensemos en la primera. Invocar a un Padre significa reconocernos frágiles, dependientes, necesitados de alguien que nos trasciende y que está al mando de los millones de imponderables de la vida, esos que absolutamente nadie en todo el planeta es capaz de predecir o controlar.
Estamos atravesando días de tanta incertidumbre que, quizás como nunca antes en la historia, ha quedado al desnudo nuestra fragilidad humana. La gran pregunta que todos nos hacemos por estas horas es “¿Qué va a pasar?”. ¿Qué va a pasar con la cuarentena? ¿Hasta cuándo durará? ¿Y si se extiende más de lo previsto? ¿Qué va a pasar con las clases? ¿Qué va a pasar con el comercio, con la economía? ¿Qué va a pasar con mi trabajo? ¿Qué va a pasar con nuestra dinámica familiar y todo lo que teníamos programado? Y la respuesta a todas esas preguntas es un rotundo “¡No tenemos idea!”.
Ocurre que la pandemia está pulverizando nuestra autosuficiencia. Cuando la vida marcha sobre rieles fácilmente caemos en la ilusión del control. Nos creemos dueños de nuestras agendas. Pensamos que podemos proyectar el futuro como se nos de la gana y, en un punto, nos sentimos dioses. Pero, ¿Qué pasa cuando nos vemos obligados a tirar a la basura todas nuestras agendas? Basta con que se mueva una pequeña ficha en el tablero de la historia para que esas pretensiones divinas se nos esfumen por completo.
La semana pasada terminé de leer el libro Homo Deus, del historiador y filósofo ateo Yuval Noah Harari, que propone como nueva agenda mundial la posiblidad de que el ser humano llege a ser literalmente un dios. Según el autor, a través de los avances científicos y tecnológicos en los próximos años los humanos podríamos tornarnos inmortales, omnicientes, y vivir en un estado de felicidad permanente. Pero más allá de la tesis del libro, lo curioso es que Harari da por suparados los tres principales problemas que aquejaron a la humanidad hasta el presente: las guerras, el hambre y las epidemias. En su libro, escrito cuatro años atrás, Harari afirma que las epidemias ya son cosa del pasado, así como la “ingenua y retrógrada” fe en Dios. Me pregunto qué estará diciendo ahora.
Ahora que todos somos conscientes de nuestra fragilidad y no tenemos más remedio que convivir con la incertidumbre y la vulnerabilidad; ahora que nuestra arrogante ilusión de control quedó pulverizada por un virus microscópico y aún los más poderosos ven como se les desintegra día a día; ahora que un baño de humildad nos recordó que somos simples mortales, ahora, quizás ahora, aprendamos a depender y a confiar. Simplemente eso: depender y confiar. Quizás sea una oportunidad histórica para que volvamos a proclamar la palabra más importante, y que cobre un nuevo sentido en lo más profundo de nuestro ser. Quizás sea el momento para que invoquemos nuevamente a nuestro “Padre”.
Él es nuestro Padre. Y “nuestro” es la segunda palabra más importante.
Hasta hace pocos días considerábamos al coronavirus una desgracia de los chinos, así como en 2010 mirábamos a la distancia la devastación del terremoto de Haití y nos compadecíamos de los pobres haitianos. Lo mismo pasó con el tsunami que sacudió Japón en 2011 y con otras muchas catástrofes “ajenas”, que siempre miramos por televisión. Porque solemos pensar que los problemas ajenos son justamente eso, ajenos. Pero una pandemia borra el adjetivo “ajeno” y automáticamente lo reemplaza por el pronombre posesivo “nuestro”.
Seguramente ya lo notaron; el coronavirus nos está hermanando. No distingue nacionalidad, raza, género, clase social, religión ni ideología. Afecta a un famoso como Tom Hans y a un total desconocido en el rincón más remoto del planeta. Torna irrelevante cualquier grieta política. Arrasa las mezquindades y egos que nos dividen. Salta por encima de prejuicios y barreras. Porque ya no se trata de tu problema y mi problema. Es nuestro problema, y siempre es bueno recuperar lo nuestro.
Y bajo la gracia de lo nuestro somos todos más humanos, sensibles, empáticos, cercanos. Me entusiasma ver a pastores predicando en pijama y pantuflas desde el living desordenado de sus casas, sin ornamentos religiosos, compartiendo sermones que tienen más preguntas que respuestas. Qué bueno es escuchar a las estrellas de rock ofrendando sus mejores conciertos online, solos con su vieja guitarra, a cara lavada, sin maquillaje, vestuario ni luces de colores. Qué bien nos hace que aún nuestros contactos más impasibles, los que pareciera que están siempre en control de sus estados de ánimo, nos compartan un meme gracioso por WhatsApp, esos que despiertan las mejores carcajadas y que usamos para camuflar por un rato el miedito que todos sentimos.
¿Cuán amplio es “lo nuestro”? Ojalá sea tan amplio que podamos leer las portadas de los diarios y decir “por todo lo que informe esta portada, me responsabilizaré”. Ojalá la pandemia del coronavirus arrase con la otra gran pandemia que infecta nuestro mundo hace rato, el individualismo. Por favor, no digamos más “lo que el mundo necesita es…” o “lo que este mundo necesita es…”. ¡Es nuestro mundo! Y los hijos del Padre estamos llamados a amarlo, así como Él lo ama con locura. Mientras no sea nuestro mundo, seguiremos siendo parte del problema y no de la solución.
Hermanos y hermanas del palo cristiano, ¡por favor, maduremos! Lejos de ser apocalípticos y quedarnos de brazos cruzados esperando que venga el arrebatamiento, mientras observamos como nuestro Padre “bueno” destruye el mundo con plagas y azufre, sigamos orando el Padre Nuestro. Escapémonos del escapismo. Oremos y trabajemos para que la tierra se parezca cada día más al cielo. Levantémonos en ofensiva espiritual contra el que viene a robar, matar y destruir. Si el Señor viene pronto, que nos encuentre con nuestras lámparas encendidas, cumpliendo nuestra asignación, amando, sirviendo, llevando esperanza, asistiendo al necesitado, sanando enfermos, predicando las buenas noticias, echando fuera demonios… Ampliemos el espectro de “lo nuestro” y brillemos más que nunca en medio de la oscuridad. ¡Que la pandemia siga sacando lo mejor de nosotros!