UN PIONERO DE LAS MISIONES
domingo 22 enero 2017

UN PIONERO DE LAS MISIONES

El misionero, débil y enflaquecido por los sufrimientos y privaciones, fue conducido en compañía de los más empedernidos criminales, como ganado, a chicotazos y sobre la arena ardiente a la prisión. Su esposa logró entregarle una almohada para que pudiese dormir mejor sobre el duro suelo de la prisión. Sin embargo, él descansaba todavía mejor porque sabía que dentro de la almohada que tenía debajo de la cabeza, estaba escondida la preciosa porción de la Biblia que había traducido con grandes esfuerzos a la lengua del pueblo que lo perseguía.

De esa forma la traducción de la Biblia fue conservada en la prisión durante casi dos años; la Biblia entera, después que él la completó, fue dada por primera vez a los millones de habitantes de Birmania.
En toda la historia, desde los tiempos de los apóstoles, son pocos los nombres que nos inspiran tanto a esforzarnos por la obra misionera, como los nombres de los esposos, Ana y Adoniram Judson.

Adoniram fue un niño precoz: su madre le enseñó a leer un capítulo entero de la Biblia, antes de que él cumpliese cuatro años de edad. Su padre le inculcó el deseo ardiente de tratar de alcanzar siempre la perfección en todo cuanto hacía. Esa fue la norma de toda su vida.
Los años que pasó estudiando fue la época en que el ateísmo, que se había originado en Francia, se infiltró en el país. El gozo que experimentaron sus padres cuando el hijo ganó el primer lugar de su clase, se transformó en tristeza cuando Adoniram les confesó que ya no creía más en la existencia de Dios. El recién graduado sabía enfrentar los argumentos de su padre, que era un pastor instruido y quien nunca había sufrido tales dudas. Sin embargo, las lágrimas y amonestaciones de su madre lo acompañaron siempre, después que abandonó el hogar paterno.
No mucho después de “ganar el mundo”, se encontró, en casa de un tío suyo, con un joven predicador, quien conversó con él tan seriamente acerca de su alma, que Judson quedó muy impresionado. Viajó el día siguiente solo, montando a caballo. Al anochecer llegó a una villa donde pasó la noche en una pensión. En el cuarto contiguo al que él ocupaba, yacía un joven moribundo, y Judson no pudo conciliar el sueño durante toda la noche. ¿Sería el moribundo un creyente? ¿Estaría preparado para morir? Tal vez fuese un “libre pensador”, ¡hijo de padres piadosos que oraban por él! Otra cosa que le perturbaba era el recuerdo de sus compañeros, los alumnos agnósticos del colegio de Providence. Cómo se avergonzaría si los antiguos colegas, especialmente su sagaz compadre, Ernesto, supiesen lo que él sentía ahora en su corazón. Cuando amaneció, le informaron que el joven había muerto. Respondiendo a su pregunta, le dijeron que el fallecido era uno de los mejores alumnos del colegio de Providence, ¡y su nombre era Ernesto!
La noticia de la muerte de su compañero ateo dejó a Judson estupefacto. Sin darse cuenta de cómo, se encontró viajando de regreso a su casa. Desde entonces, todas sus dudas acerca de Dios y de la Biblia se desvanecieron. Constantemente resonaban en sus oídos las palabras: “¡Muerto! ¡Perdido! ¡Perdido!”
Poco tiempo después de ese acontecimiento, se dedicó solemnemente a Dios y comenzó a predicar. Que su consagración fue profunda y completa, quedó probado por la manera en que se aplicó a la obra de Dios.
En ese tiempo Judson escribió a su novia: “En todo lo que hago, me pregunto a mí mismo: ¿Agradará esto al Señor?… Hoy alcancé un mayor grado de gozo de Dios, pues he sentido una gran alegría ante su trono.”
Es así como Judson nos cuenta, en las siguientes palabras, el llamado que recibió para el servicio de misionero: “Fue cuando andaba en un lugar solitario en la floresta, meditando y orando sobre el asunto y casi resuelto a abandonar la idea, que me fue dada la orden: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura’. Este asunto me fue presentado tan claramente y con tanta fuerza, que resolví obedecer, a pesar de los obstáculos que se me presentaron.”
Judson, y cuatro de sus colegas se reunieron bajo un montón de heno para orar, y allí solemnemente dedicaron su vida a Dios para llevar el evangelio “hasta lo último de la tierra”. No había ninguna junta de misiones que los enviara. Sin embargo, Dios bendijo la dedicación de los jóvenes, tocando el corazón de los creyentes para que proveyeran el dinero para tal empresa.
A Judson se le ofreció en ese mismo tiempo un puesto en el cuerpo docente de la universidad de Brown, invitación que él recusó. Después fue llamado a pastorear una de las mayores iglesias de América del Norte. También rechazó esa invitación. Fue grande el descontento del padre y el llanto de la madre y la hermana, al saber que Judson se había ofrecido para la obra de Dios en el extranjero, donde nunca antes había sido proclamado el evangelio.
La esposa de Judson demostró aún más heroísmo, porque era la primera mujer que salía de los Estados Unidos como misionera.
Adoniram, después de despedirse de sus padres para emprender su viaje a la India, fue acompañado hasta Boston por su hermano Elnatán, un joven que no había sido salvo todavía. En el camino los dos se apearon de sus caballos, entraron al bosque y allí, de rodillas, Adoniram rogó a Dios que salvase a su hermano. Cuatro días después los dos se separaron para no volverse a encontrar nunca más en este mundo. Sin embargo, algunos años después, Adoniram tuvo noticias de que su hermano también había recibido la herencia del reino de Dios.
Judson y su esposa se embarcaron con rumbo a la India en 1812, debiendo pasar casi cuatro meses a bordo del navío. Ese tiempo lo aprovecharon para estudiar y los dos llegaron a comprender entonces que el bautismo bíblico es por inmersión y no aspersión, como su denominación lo practicaba. Sin tomar en cuenta la oposición de sus conocidos, que eran muchos, y sin importarles su propio sustento, no vacilaron en informar sobre este hecho a aquellos que los habían enviado. Fueron bautizados en el puerto de desembarque, en Calcuta.
Poco después fueron expulsados de esa ciudad por causa de la situación política y fueron huyendo de país en país. Por fin, diecisiete largos meses después de haber partido de América, llegaron a Rangún, Birmania. Judson estaba casi exhausto por causa de los horrores que sufrió a bordo. Su esposa estaba tan cerca de la muerte que ya no podía caminar, por lo que tuvo que ser llevada a tierra en una camilla.
El imperio de la Birmania de aquella época era más bárbaro y de lengua y costumbres más extrañas que cualquier otro país que los Judson habían visitado. Al desembarcar, en respuesta a sus oraciones hechas durante las largas vigilias de la noche, los dos fueron sustentados por una fe invencible y por el amor divino que los llevaba a sacrificar todo para que la gloriosa luz del evangelio iluminase también las almas de los habitantes de ese país.
Para estudiar el difícil idioma de Birmania fue necesario que ellos preparasen su propio diccionario y gramática. Transcurrieron cinco años y medio antes que ellos llevaran a cabo el primer culto para el pueblo nativo. Ese mismo año bautizaron al primer convertido, a pesar de tener conocimiento de la orden del rey de que nadie podía cambiar de creencia, sin ser condenado a muerte.
Al salir de su tierra para ser misionero, Judson llevaba consigo una considerable suma de dinero, una parte de la cual él la había ganado en su empleo y otra parte correspondía a contribuciones ofrecidas por sus parientes y amigos. No solamente puso todo eso a los pies de aquellos que dirigían la obra misionera, sino también cinco mil doscientas rupias que el Gobernador General de la India le pagó por sus servicios prestados en ocasión del armisticio de Yandabo.
Rehusó el empleo de intérprete del gobierno, que representaba un salario elevado, prefiriendo ir a sufrir las mayores privaciones y oprobios, para ganar las almas de los pobres birmanos para Cristo.
Durante once meses, estuvo en cadenas preso en Ava, que en aquel tiempo era la capital de Birmania. Pasó algunos días en compañía de otros sesenta sentenciados a muerte como él, encerrado en un edificio sin ventanas, obscuro y donde hacía mucho calor, sin ventilación e inmundo en extremo. Pasaba el día con los pies y las manos en el cepo. Para pasar la noche, el carcelero le pasaba una caña de bambú entre los pies encadenados, juntándolo con otros prisioneros y, por medio de cuerdas, los levantaba hasta que apenas los hombros descansaban en el suelo. Además de ese sufrimiento, tenía que oír constantemente los gemidos mezclados con las torpes imprecaciones de los más endurecidos criminales de Birmania. Al ver a los otros prisioneros que eran arrastrados afuera para morir a manos del verdugo, Judson solía decir: “Cada día muero.” Las cinco cadenas de hierro pesaban tanto, que llevó las marcas de los grilletes en su cuerpo hasta la muerte. Seguramente que él no habría resistido si su fiel esposa no hubiese conseguido permiso del carcelero para, en la obscuridad de la noche, llevarle comida y consolarlo con palabras de esperanza.
Un día, sin embargo, ella no apareció; su ausencia se prolongó durante veinte largos días. Al reaparecer, traía en los brazos una criaturita recién nacida.
Judson, cuando salió libre, se apresuró todo lo que pudo para llegar a casa, pero tenía las piernas estropeadas por el largo tiempo que había pasado en la cárcel. Hacía muchos días que no recibía noticias de su querida Ana. ¿Vivía ella todavía? Por fin la encontró, aún con vida, pero con fiebre y próxima a morir.
En esa ocasión ella se recuperó, pero antes de completar 14 años en Birmania, falleció. Conmueve el alma leer la dedicación que Ana de Judson tuvo a su marido, así como la parte que desempeñó en la obra de Dios y en su hogar hasta el día de su muerte.
Algunos meses después de la muerte de la esposa de Judson, su hija también murió. Durante los seis largos años siguientes trabajó solo. Luego se casó con la viuda de otro misionero. La nueva esposa que gozaba los frutos de los incesantes esfuerzos que habían realizado en Birmania, se mostró tan solícita y cariñosa como Ana.
Judson perseveró durante veinte años para completar la mayor contribución que se podía hacer a Birmania: la traducción de la Biblia entera a la propia lengua del pueblo.
Después de trabajar con tesón en el campo extranjero durante treinta y dos años, para salvar la vida de su esposa, embarcó con ella y tres de los hijos, de regreso a América, su tierra natal. No obstante, en vez de mejorar de la enfermedad que sufría, como se esperaba, ella murió durante el viaje, y fue enterrada en Santa Helena, donde el navío aportó.
Judson que durante tantos años había estado ausente de su tierra, se sentía ahora desconcertado por el recibimiento que le daban en las ciudades de su país. Se sorprendió, después de desembarcar, al verificar que todas las casas se abrían para recibirlo. Su nombre era conocido por todos. Grandes multitudes afluían para oírlo predicar. Sin embargo, después de haber pasado treinta y dos años en Birmania, ausente de su país, naturalmente, se sintió extranjero en su tierra natal y no quería levantarse delante del público para hablar en la lengua materna.
Apenas había pasado ocho meses entre sus compatriotas cuando se casó de nuevo, y embarcó por segunda vez para Birmania. Continuó su obra en aquel país, incansablemente, hasta alcanzar la edad de sesenta y un años.

Adoniram Judson acostumbraba pasar mucho tiempo orando de madrugada y de noche. Se dice que él gozaba de la más íntima comunión con Dios cuando caminaba apresuradamente. Sus hijos, al oír sus pasos firmes y resueltos dentro del cuarto, sabían que su padre estaba elevando sus plegarias al trono de la gracia. Su consejo era: “Planifica tus asuntos, si te es posible, de manera que puedas pasar de dos a tres horas, todos los días, no solamente adorando a Dios, sino orando en secreto.”
Su esposa cuenta que, durante su última enfermedad, antes de fallecer, ella le leyó la noticia de cierto periódico, referente a la conversión de algunos judíos en la Palestina, justamente donde Judson había querido ir a trabajar antes de ir a Birmania. Esos judíos, después de leer la historia de los sufrimientos de Judson en la prisión de Ava, se sintieron inspirados a pedir también un misionero, y así fue como se inició una gran obra entre ellos.
Al oír eso, los ojos de Judson se llenaron de lágrimas. Con el semblante solemne y la gloria de los cielos estampada en el rostro, tomó la mano de su esposa y le dijo: “Querida, esto me espanta. No lo comprendo. Me refiero a la noticia que leíste. Nunca oré sinceramente por algo y que no lo recibiese, pues aunque tarde, siempre lo recibí, de alguna manera, tal vez en la forma menos esperada, pero siempre llegó a mí. Sin embargo, respecto a este asunto ¡yo tenía tan poca fe! Que Dios me perdone y si en su gracia me quiere usar como su instrumento, que limpie toda la incredulidad de mi corazón.”
Al comienzo de su trabajo en Birmania, Judson concibió la idea de evangelizar por último a todo el país. Su mayor esperanza era ver durante su vida, una iglesia de cien birmanos salvos y la Biblia impresa en la lengua de ese país. Sin embargo, en el año de su muerte había sesenta y tres iglesias y más de siete mil bautizados, los cuales eran dirigidos por un número total de 163 misioneros, pastores y auxiliares. Las horas que pasó diariamente suplicando a Dios, que da más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, no fueron perdidas.
Durante los últimos días de su vida se refirió muchas veces al amor de Cristo. Con los ojos iluminados y las lágrimas corriéndole por el rostro, exclamaba: “¡Oh, el amor de Cristo! ¡El maravilloso amor de Cristo, la bendita obra del amor de Cristo!” En cierta ocasión él dijo: “Tuve tales visiones del amor condescendiente de Cristo y de las glorias de los cielos, como pocas veces, creo, son concedidas a los hombres. ¡Oh, el amor de Cristo! Es el misterio de la inspiración de la vida y la fuente de la felicidad en los cielos. ¡Oh, el amor de Jesús! ¡No lo podemos comprender ahora, pero qué magnífica experiencia será para toda la eternidad!”

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